Cuando
alguien me da un consejo, lo suelo escuchar e, inmediatamente, lo
tiro a la papelera de reciclaje de mi memoria. Acabo siempre
haciendo lo que me da la gana. Supongo que lo que yo hago es lo que
hace todo el mundo, es por eso que no me gusta dar consejos ni
recibirlos. ¿A alguien le han pedido alguna vez consejo? A mí,
no. Evidentemente, no tengo en cuenta las preguntas en plan “¿qué
cable corto?, ¿el rojo o el azul?”, perdón, quería decir “¿qué
jersey me compro?, ¿el rojo o el azul?”. Exceptuando estas
chorradas, que no se pueden considerar petición de consejo, nadie me
ha dicho nunca “no sé qué hacer, ¿dejo a mi mujer y me voy con
mi amante? Aconséjame”. El caso es que uno no sabe nunca si
alguien necesita consejo, si lo está pidiendo o si simplemente se
está desahogando, pero, por costumbre, solemos hablar y dar nuestras
opiniones; opiniones que van disfrazadas de consejos. Quizás me
equivoco, pero en el fondo creo que eso es un consejo: una opinión
disfrazada. Y como opinión que es, viene con una maleta llena de
realidad, de interpretación de esa realidad, de manera de ver la
vida y mil cosas más.
Al final, como uno no sabe si pedir consejo
y el otro no sabe si se lo están pidiendo, lo que acaba recibiendo
el interlocutor no es ni un consejo ni una opinión, lo que recibe es
una crítica. Y todo el mundo sabe que las críticas son muy chungas,
uno se las toma mal porque “qué va a saber ese si no le pasa lo
que me pasa a mí, si todos los problemas del universo caen sobre
mí”. Exacto, uno se las toma como una crítica hacia su persona,
no hacia una determinada actuación o conducta de esa persona. Por
eso, creo que no vale la pena dar consejos, opiniones o como se
llamen. Solamente es recomendable darlos y recibirlos cuando
refuerzan la idea previamente formada por el interlocutor. Vamos, lo
que popularmente se ha conocido toda la vida como “dar la razón
como a los tontos”.